Hace unos años visité, invitado por un buen amigo, el País Vasco. Antes de ir, me prometí a mí mismo disfrutar de la visita, del paisaje y de la gente, y dejar a un lado mi tendencia de convertir cualquier reunión social en un debate político. Lo hice porque me parece injusto formar parte de esa tendencia que vincula inmediatamente lo vasco con el nacionalismo, el independentismo o el separatismo terrorista. Y así lo hice: disfruté de unos días geniales, en lugares maravillosos y con la mejor compañía. Pero hubo un instante en el que mucho tuve que morderme la lengua para no romper mi juramento. Paseábamos por las calles de Vitoria mi amigo, una amiga de él y yo cuando al cruzar una esquina nos vimos, de repente y sin poder evitarlo, encabezando una manifestación en favor de la amnistía y el acercamiento de presos etarras. Obviamente, traté de disimular mi incomodidad y nerviosismo, me escabullí como pude y escapé normalizando el paso de aquella situación surrealista, que pronto desapareció por otra esquina cualquiera. Pero a pesar de lo grotesco de observar a todas aquellas personas, jóvenes y mayores, defendiendo lo inhumano, lo que más me llamó la atención de aquella situación fue lo siguiente: ante mi mordida de lengua, mi amigo sentenció un “qué asco”, referido obviamente a aquella manifestación, al que su amiga respondió con un espontáneo “bueno, tiene que haber de todo”. En aquel momento volví a contemplar aturdido cómo la implantación de una casi invisible normalización de la cuestión terrorista en el País Vasco lleva a personas nada sospechosas como aquella chica a no ver el horror de lo que la rodea por ser algo cotidiano, casi familiar. Y me dio por pensar en qué hubiera dicho ella si la manifestación, en vez de defender los supuestos derechos de unos asesinos escondidos en sus obsesiones territoriales, hubiera defendido el honor o el derecho a la libertad de los violadores de niños.
Se cumplen cincuenta años desde que comenzó este absurdo. Se cumplen cincuenta años desde que una banda de acomplejados asesinos decidió que la mejor manera de hacer efectivas sus reivindicaciones era sumir en el terror a todo un país, sesgar las vidas de cientos de personas inocentes y plagar de incontables y terribles daños colaterales a toda la sociedad. El 7 de junio de 1968 ETA asesinó al guardia civil José Pardines, de 25 años. Fue el primer atentado mortal reivindicado por la banda. Ayer, los mismos, o iguales, asesinaron a dos jóvenes que tenían más o menos mi edad y, seguramente, también las mismas ganas de vivir que yo. Asesinaron sus sueños. Asesinaron sus proyectos. Asesinaron las esperanzas que todos los que les querían tenían puestas en ellos. Asesinaron un poco más la esperanza que yo mismo tengo en que el ser humano pueda escapar de su propia atrocidad.
No, no tiene que haber de todo. Me niego en rotundo. No. La sociedad española en general, y la sociedad vasca en particular, tienen que eliminar cualquier resquicio de normalización del asesinato, sean cuales sean los motivos. No hay justificación para robarle los sueños a las personas. No. No hay frontera, idioma, cultura o reivindicación histórica que valga o justifique robarle a un hijo el abrazo de su padre, o a una madre la ilusión de ver a su hijo ser feliz. Porque en el momento en el que nos acostumbramos a convivir con sus rostros en nuestras calles, en que miramos a otro lado y nos hacemos inercia, en que comprendemos uno solo de sus motivos, completa o parcialmente, les estamos dando soplos, minúsculos o huracanados, para que despleguen sus alas y nos llenen de más sombras. No. No tiene que haber de todo. No tiene que haber inhumanidad. Nunca más.