viernes, 31 de julio de 2009

50 años de inhumanidad

Hace unos años visité, invitado por un buen amigo, el País Vasco. Antes de ir, me prometí a mí mismo disfrutar de la visita, del paisaje y de la gente, y dejar a un lado mi tendencia de convertir cualquier reunión social en un debate político. Lo hice porque me parece injusto formar parte de esa tendencia que vincula inmediatamente lo vasco con el nacionalismo, el independentismo o el separatismo terrorista. Y así lo hice: disfruté de unos días geniales, en lugares maravillosos y con la mejor compañía. Pero hubo un instante en el que mucho tuve que morderme la lengua para no romper mi juramento. Paseábamos por las calles de Vitoria mi amigo, una amiga de él y yo cuando al cruzar una esquina nos vimos, de repente y sin poder evitarlo, encabezando una manifestación en favor de la amnistía y el acercamiento de presos etarras. Obviamente, traté de disimular mi incomodidad y nerviosismo, me escabullí como pude y escapé normalizando el paso de aquella situación surrealista, que pronto desapareció por otra esquina cualquiera. Pero a pesar de lo grotesco de observar a todas aquellas personas, jóvenes y mayores, defendiendo lo inhumano, lo que más me llamó la atención de aquella situación fue lo siguiente: ante mi mordida de lengua, mi amigo sentenció un “qué asco”, referido obviamente a aquella manifestación, al que su amiga respondió con un espontáneo “bueno, tiene que haber de todo”. En aquel momento volví a contemplar aturdido cómo la implantación de una casi invisible normalización de la cuestión terrorista en el País Vasco lleva a personas nada sospechosas como aquella chica a no ver el horror de lo que la rodea por ser algo cotidiano, casi familiar. Y me dio por pensar en qué hubiera dicho ella si la manifestación, en vez de defender los supuestos derechos de unos asesinos escondidos en sus obsesiones territoriales, hubiera defendido el honor o el derecho a la libertad de los violadores de niños.

Se cumplen cincuenta años desde que comenzó este absurdo. Se cumplen cincuenta años desde que una banda de acomplejados asesinos decidió que la mejor manera de hacer efectivas sus reivindicaciones era sumir en el terror a todo un país, sesgar las vidas de cientos de personas inocentes y plagar de incontables y terribles daños colaterales a toda la sociedad. El 7 de junio de 1968 ETA asesinó al guardia civil José Pardines, de 25 años. Fue el primer atentado mortal reivindicado por la banda. Ayer, los mismos, o iguales, asesinaron a dos jóvenes que tenían más o menos mi edad y, seguramente, también las mismas ganas de vivir que yo. Asesinaron sus sueños. Asesinaron sus proyectos. Asesinaron las esperanzas que todos los que les querían tenían puestas en ellos. Asesinaron un poco más la esperanza que yo mismo tengo en que el ser humano pueda escapar de su propia atrocidad.

No, no tiene que haber de todo. Me niego en rotundo. No. La sociedad española en general, y la sociedad vasca en particular, tienen que eliminar cualquier resquicio de normalización del asesinato, sean cuales sean los motivos. No hay justificación para robarle los sueños a las personas. No. No hay frontera, idioma, cultura o reivindicación histórica que valga o justifique robarle a un hijo el abrazo de su padre, o a una madre la ilusión de ver a su hijo ser feliz. Porque en el momento en el que nos acostumbramos a convivir con sus rostros en nuestras calles, en que miramos a otro lado y nos hacemos inercia, en que comprendemos uno solo de sus motivos, completa o parcialmente, les estamos dando soplos, minúsculos o huracanados, para que despleguen sus alas y nos llenen de más sombras. No. No tiene que haber de todo. No tiene que haber inhumanidad. Nunca más.

lunes, 27 de julio de 2009

Esencias

Nací en Sevilla, la ciudad más preocupada por lo redondo de su ombligo y encantada de sus costumbres que he conocido jamás. Y, además, crecí en Triana, el barrio más tradicional de Sevilla. Toda mi infancia la pasé rodeado de rutinas y usos sociales que hasta entonces se habían mantenido prácticamente sin modificarse desde siglos atrás. Por mi barrio pasaban el panadero, el frutero en su camión amarillo, el vendedor de higos, el vendedor de camarones, el vendedor de flores, el afilaor, el tapicero (con esa grabación universal de su oferta en sillas, sillones, tresillos…), el de los huevos, blancos y morenos, el chatarrero, el de las alfombras, y un largo y colorido etcétera. Y todos se conocían el nombre, el piso y el número y profesión de los familiares de cada vecina. Porque entonces, a esas horas, sólo había vecinas. Y hoy, de todos aquellos negocios ambulantes sólo quedan algunos retales, más llevados por la inercia de la costumbre que por la necesidad.

Las noches de verano las mujeres se bajaban a la calle con sus sillas y sus batas de flores, y hasta altas horas de la madrugada ponían en pie toda la actualidad social de los alrededores tan sólo alimentadas con pipas de calabaza. Nosotros, los niños, nos comíamos los bocadillos que nuestras madres nos tiraban por la ventana para no pasar ni un segundo menos en la calle. Mi madre, además, me tiraba un cartucho de papel de plata con patatas y ketchup. Ahora, no hay niños en la calle, y las vecinas… Bueno, las vecinas siguen bajando a criticar, que esa costumbre no se pierde y da mucha vidilla.

Las vivencias de mi infancia, probablemente, no están muy alejadas en lo importante de las de la infancia de cualquier otra persona de barrio. Tal vez Triana tenga un añadido de tradicionalismo. Tal vez. Pero el tiempo pasa, la última década ha barrido más anclajes que muchos siglos atrás, y la gente se enfrenta a ello de dos maneras antagónicas: están, por un lado, los que reclaman las tradiciones como una garantía de la permanencia de los valores sociales; y, por el otro, los que se empeñan en avanzar desechando cualquier tiempo pasado mejor o peor, y centrándose en descubrir y relamer el atractivo de los nuevos usos sociales. Yo, y supongo que la mayoría de las personas “centradas” tampoco, nunca comprendí demasiado el afán por defender una u otra idea como contrarias, y siempre me decanté a pensar en que la lógica, el pragmatismo y un punto de romanticismo acaban por enjuiciar estos términos hasta colocarlos en su justa medida. Ésta “justa medida” es la que lleva a muchos a añorar el vinilo, y a casi ninguno a acordarse del casete.

El exceso de anclajes nos lleva en demasiadas ocasiones a sobrevalorar “lo de siempre”. Sevilla es un gran ejemplo de ello, preocupada por no perder en cada paso un poco de esa supuesta esencia inalterable e irrecuperable. Pero, del mismo modo, la tendencia a olvidar, minimizar o ningunear los valores positivos de ciertas viejas costumbres es igualmente contraproducente y doblemente estúpida.. Por ello, siempre defenderé la calle frente a la casa, la terraza frente al bar, el mail y el movil frente a la carta y la incertidumbre, las macetas frente a las flores cortadas, los tatuajes de pega frente a los piercing prematuros, la justa medida frente a la falsa velocidad. Porque el camino es dificil y largo, y bueno será el arbol o la sombrilla, mientras encuentres debajo un poco de sombra...

lunes, 20 de julio de 2009

La premisa

Si tuviéramos la oportunidad de volver a encender el televisor por primera vez y, lo que es más importante, si pudiéramos crear la televisión de nuevo, desde el principio, como si nada de lo que ha pasado hasta ahora hubiera pasado, qué no haríamos. Esa es la premisa. Una premisa que volvió a mi cabeza el sábado pasado, cuando mientras me arreglaba para la segunda borrachera del fin de semana escuchaba a lo lejos cómo Jordi y sus amigos celebraban el programa número 100 de 'La Noria' con una entrevista a Juliancito Contreras, hijo de Carmen Ordoñez, como celebración, a su vez, del quinto aniversario de la muerte de la divina en una bañera. Efemérides, morbo y baboso peloteo por un tubo, vamos.

El caso es que la premisa me viene dando vueltas por la cabeza desde hace bastante tiempo, desde que he aceptado que la dirección televisiva, hacia la que estaba dirigiendo mi futuro profesional casi inconscientemente, viene encontrándose desde el principio con un enorme problema: no hay casi nada en la oferta de la televisión que pueda motivarme, que pueda hacerme sentir útil o, al menos, que no sea perjudicial para la sociedad. Porque resulta que los grandes baluartes televisivos han convertido lo que podría haber sido una ventana constructiva en una sucesión de productos facilones, morbosos y, en demasiadas ocasiones, agresivos, que poco o nada tienen que ver conmigo o con lo que yo espero de mi profesión. Y para muestra, tres botones:

La Noria. Más allá de lo obvio, del despellejamiento rosa y el maniqueo debate político con periodistas dispuestos a todo por un buen cheque, lo que me repugna de este programa es que en un mismo recipiente se atrevan a mezclar sin miramientos el drama con lo burdo, lo importante con lo intrascendente, lo sucio con lo sagrado, y que el tono sea en todos los casos amarillo y grotesco. Todas las apariciones de Violeta Santander, previo pago y en fascículos, fueron de los ejemplos más bochornosos.

El diario de Patricia (sin Patricia). Vamos a coger a cualquier desgraciado, a cualquier pobre inculto, a cualquier desesperado, y tras un lavado de cerebro, vamos a mostrar sus desdichas para reirnos o para compadecernos, que eso da mucha audiencia y sale baratito. Y además, nunca está de más ver cómo los demás son más infelices que nosotros.

Sálvame (o cualquiera del palo). Lo que me molesta de la prensa del corazón no es realmente el disfraz de verdad, profesionalidad e interes público que venden cada día y a todas horas. Lo que me molesta es que se han insertado en los cimientos sociales hasta convertirse en unos peligrosos educadores de masas que empiezan a aspirar a formar parte de ese teatro de la pequeña pantalla en el que todo vale, y para el que cualquier trueque de vísceras es válido por uno o dos minutos de fama de mentira.

La crítica no va dirigida hacia los trabajadores de estos y otros programas abundantes y similares, que en la mayoría de los casos trabajan donde pueden y como pueden. La crítica es a todas las generaciones de programadores, productores, comunicadores, empresarios y, sobre todo, espectadores, que han ido desechando una a una preciosas oportunidades de convertir la televisión en una ventana útil, ambiciosa y divertida, en un medio más de llegar a los lugares a los que no podemos llegar.

Pero no. Probablemente ya no haya nada que hacer, el "qué no haríamos" de la premisa inicial es ya casi una utopía y sólo queda resignarse a algunas migajas de pan. Duro, claro. Y, por mi parte, a encontrar una nueva dirección mientras me conformo con esperar una llamada que me haga formar parte de algo de todo aquello. Qué remedio. Qué coraje.

viernes, 10 de julio de 2009

Sangre pixelada

Al despertar esta mañana he leído en el periódico que un toro ha matado a uno de los corredores en el cuarto encierro de Sanfermines. En portada, la cara y el cuello ensangrentado del fallecido, que murió poco después de ser operado. Pincho en la noticia, y visualizo el video completo del encierro, que viene a durar casi cinco minutos. Entre las carreras, los atropellos y algunos sustos más divertidos que impactantes, no logro encontrar el momento de la mortal cornada. Leo un poco más la noticia, y descubro que el fatal momento se produjo al comienzo de la carrera. Vuelvo a visualizar el video. Nada. Encuentro uno de los encontronazos entre un toro y varios mozos, y sospecho que en ese momento debió tener lugar el dramático suceso. Pero ni una imagen nítida de lo sucedido.

Un par de horas más tardes, algún videoaficionado ha prestado su grabación de la mañana al mismo periódico para que todos podamos disfrutar del preciso instante en el que el toro impacta contra el cuello del joven. Efectivamente, tenía razón, se trataba de ese encontronazo del que yo hablaba. El periódico nos repite un par de veces y a cámara lenta el impacto, que queda convenientemente elsalzado con los gritos de los allí presentes. Eso sí, pixela el rostro del fallecido. Y gracias. Tenía 27 años. Igual que yo.

Creo que tengo un criterio profesional considerable, y unos valores éticos bastante consistentes que, además, trato de implementar en una profesión – la periodística – necesitada de un profundo debate interno profesional e ideológico. Con ello, trato de ser también un espectador responsable ante una oferta mediática facilona, agresora y dificilmente asimilable. Pero hoy no critico al medio que expone la carne sangrienta y pixelada. No critico al aficionado veloz por colocarse la medalla de un falaz minuto de gloria. Hoy me descubro escupiendo mis decencias, dejándome llevar por la morbosa inercia de unos ojos y unas tripas acostumbradas, y tiemblo. Tiemblo por imaginar en qué nos estamos convirtiendo.

Os dejo la fotografía que, con total seguridad y por desgracia, más ojos querrán observar (porque no existe, aún, la del impacto del toro. Claro).
[FUENTE: ELPAIS.COM]

miércoles, 8 de julio de 2009

Matar al niño

Nace un niño pequeño. Nace como todos: desnudo, frágil, virgen como una hoja en blanco. Nace sin que nadie le haya pedido permiso, y sin poder elegir dónde, ni cómo ni junto a quién. Se abre camino llevado por el instinto básico de la supervivencia sin buscar nada más que el aire y la luz.

Crece. Le alimentan y crece. Le hablan y crece. Le protegen, y crece. Le cuentan cómo son las cosas, y crece. Le dicen qué está bien, y qué está mal. Y crece. Crece y descubre los miedos, el hambre, la alegría, la oscuridad y el tiempo. Crece y va matando a aquel niño que nació pequeño y virgen como una hoja en blanco.

Muerto el niño, toca y decide. Decide si es de los que observan, o de los que son observados. Decide si temer o romper. Decide qué es, qué será y quiénes le acompañaran cuando se equivoque. Decide ser bombilla, lucero o estrella. Decide hasta que se da cuenta de que son todos los demás quienes deciden por él, y decide crecer un poquito más, y matar también al niño un poquito más.

Quien fuera una vez un niño abre los ojos. Abre los ojos, y ve. Ve que no pasó nada entre la desnudez y la vergüenza. Ve el tiempo quemado en las plantas de sus pies, y ve cómo sus propias cenizas son llevadas por el viento en el camino recorrido. Abre los ojos y llora. Y crece matándose un poco más.

Y decide volar.

El niño muerto aprende a volar. Porque no es lo mismo decidir que aprender, y lo segundo va después de lo primero. Vuela por encima de sus cenizas, por encima de la estrella que decidió ser. Vuela por encima de las razones que le quitaron, de mil millones de hojas en blanco que él no piensa ensuciar. Vuela y ya no ve su sombra. Y se ve a sí mismo volando sobre sí mismo. Y muere. Muere para que su peso le permita poder volar más alto.

Entonces ve, ahora sí, ve. Ve que sólo es un niño pequeño y desnudo. Y que los dos párrafos anteriores sólo han pasado, si pasan, si no para de matarse y nacer, matarse y nacer, una y otra vez. Una y otra vez.

jueves, 2 de julio de 2009

Decidir vivir

Martín Romaña, el maravilloso y exagerado alter ego de Alfredo Bryce Echenique y protagonista de sus también maravillosas novelas La vida exagerada de Martín Romaña y El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, desarrolla en un momento determinado de la primera obra una teoría, cuyos principios desencadenantes no podría explicar y que él resume en una frase, que inmediatamente adopté para mí y para siempre. Ésta dice “los enormes deseos de vivir esconden infinitas posibilidades de sorpresa”. Una ecuación genial, imposible y exagerada que me da un empujoncito cada vez que, una o dos veces al día, decido decidir vivir. Sin exagerar, y sin aceptar que decidir vivir sea aquello de despertar, respirar, comer, caminar y dejarse llevar por la tramposa inercia del trabajar-que-el-trabajo-dignifica-y-del-aire-no-se-alimenta-nadie.

Sigo tirando de citas y de casuística. Mi madre me cuenta que hace muchos años, recién casada, joven y enamorada, empleaba todo el día para colocar un poto – por si no lo sabe alguien, es un tipo de maceta – en el rincón más apropiado de la casa. Un acto sencillo, cotidiano e intrascendente al que dedicaba toda su atención y toda su ilusión. Eso es decidir vivir. Porque el ser humano que no consigue encontrar la felicidad tiene, normalmente, un problema de base: hemos aprendido que para ser felices tenemos que elevar las miras, complicar los objetivos hasta casi imposibilizarlos, “pintar de especial” todos y cada uno de los actos para sentirnos únicos e inmortales. Pero las grandes obras no son aquellas que se elevan, o tratan de elevarse, por sí mismas hasta el cielo. Las grandes obras son, o deberían ser, las que te elevan A TI. A mi madre, repito, recién casada, joven y enamorada, decidir sin prisa, sin trascendencia y con enorme ilusión dónde colocar el poto le suponía decidir vivir. Sin exagerar.

Abrumado por lo inexplicable de algunos hechos sucedidos en estos días, desconcertado por la exquisita crueldad de los dramas cotidianos, decido decidir vivir tres o cuatro veces al día. Porque de qué vale lamentarse de las horas perdidas, de qué vale lanzar puñetazos al cielo, si al final de los días nos damos cuenta de que lo único que dejamos atrás es un mar de proyectos perdidos.