viernes, 31 de julio de 2009

50 años de inhumanidad

Hace unos años visité, invitado por un buen amigo, el País Vasco. Antes de ir, me prometí a mí mismo disfrutar de la visita, del paisaje y de la gente, y dejar a un lado mi tendencia de convertir cualquier reunión social en un debate político. Lo hice porque me parece injusto formar parte de esa tendencia que vincula inmediatamente lo vasco con el nacionalismo, el independentismo o el separatismo terrorista. Y así lo hice: disfruté de unos días geniales, en lugares maravillosos y con la mejor compañía. Pero hubo un instante en el que mucho tuve que morderme la lengua para no romper mi juramento. Paseábamos por las calles de Vitoria mi amigo, una amiga de él y yo cuando al cruzar una esquina nos vimos, de repente y sin poder evitarlo, encabezando una manifestación en favor de la amnistía y el acercamiento de presos etarras. Obviamente, traté de disimular mi incomodidad y nerviosismo, me escabullí como pude y escapé normalizando el paso de aquella situación surrealista, que pronto desapareció por otra esquina cualquiera. Pero a pesar de lo grotesco de observar a todas aquellas personas, jóvenes y mayores, defendiendo lo inhumano, lo que más me llamó la atención de aquella situación fue lo siguiente: ante mi mordida de lengua, mi amigo sentenció un “qué asco”, referido obviamente a aquella manifestación, al que su amiga respondió con un espontáneo “bueno, tiene que haber de todo”. En aquel momento volví a contemplar aturdido cómo la implantación de una casi invisible normalización de la cuestión terrorista en el País Vasco lleva a personas nada sospechosas como aquella chica a no ver el horror de lo que la rodea por ser algo cotidiano, casi familiar. Y me dio por pensar en qué hubiera dicho ella si la manifestación, en vez de defender los supuestos derechos de unos asesinos escondidos en sus obsesiones territoriales, hubiera defendido el honor o el derecho a la libertad de los violadores de niños.

Se cumplen cincuenta años desde que comenzó este absurdo. Se cumplen cincuenta años desde que una banda de acomplejados asesinos decidió que la mejor manera de hacer efectivas sus reivindicaciones era sumir en el terror a todo un país, sesgar las vidas de cientos de personas inocentes y plagar de incontables y terribles daños colaterales a toda la sociedad. El 7 de junio de 1968 ETA asesinó al guardia civil José Pardines, de 25 años. Fue el primer atentado mortal reivindicado por la banda. Ayer, los mismos, o iguales, asesinaron a dos jóvenes que tenían más o menos mi edad y, seguramente, también las mismas ganas de vivir que yo. Asesinaron sus sueños. Asesinaron sus proyectos. Asesinaron las esperanzas que todos los que les querían tenían puestas en ellos. Asesinaron un poco más la esperanza que yo mismo tengo en que el ser humano pueda escapar de su propia atrocidad.

No, no tiene que haber de todo. Me niego en rotundo. No. La sociedad española en general, y la sociedad vasca en particular, tienen que eliminar cualquier resquicio de normalización del asesinato, sean cuales sean los motivos. No hay justificación para robarle los sueños a las personas. No. No hay frontera, idioma, cultura o reivindicación histórica que valga o justifique robarle a un hijo el abrazo de su padre, o a una madre la ilusión de ver a su hijo ser feliz. Porque en el momento en el que nos acostumbramos a convivir con sus rostros en nuestras calles, en que miramos a otro lado y nos hacemos inercia, en que comprendemos uno solo de sus motivos, completa o parcialmente, les estamos dando soplos, minúsculos o huracanados, para que despleguen sus alas y nos llenen de más sombras. No. No tiene que haber de todo. No tiene que haber inhumanidad. Nunca más.

lunes, 27 de julio de 2009

Esencias

Nací en Sevilla, la ciudad más preocupada por lo redondo de su ombligo y encantada de sus costumbres que he conocido jamás. Y, además, crecí en Triana, el barrio más tradicional de Sevilla. Toda mi infancia la pasé rodeado de rutinas y usos sociales que hasta entonces se habían mantenido prácticamente sin modificarse desde siglos atrás. Por mi barrio pasaban el panadero, el frutero en su camión amarillo, el vendedor de higos, el vendedor de camarones, el vendedor de flores, el afilaor, el tapicero (con esa grabación universal de su oferta en sillas, sillones, tresillos…), el de los huevos, blancos y morenos, el chatarrero, el de las alfombras, y un largo y colorido etcétera. Y todos se conocían el nombre, el piso y el número y profesión de los familiares de cada vecina. Porque entonces, a esas horas, sólo había vecinas. Y hoy, de todos aquellos negocios ambulantes sólo quedan algunos retales, más llevados por la inercia de la costumbre que por la necesidad.

Las noches de verano las mujeres se bajaban a la calle con sus sillas y sus batas de flores, y hasta altas horas de la madrugada ponían en pie toda la actualidad social de los alrededores tan sólo alimentadas con pipas de calabaza. Nosotros, los niños, nos comíamos los bocadillos que nuestras madres nos tiraban por la ventana para no pasar ni un segundo menos en la calle. Mi madre, además, me tiraba un cartucho de papel de plata con patatas y ketchup. Ahora, no hay niños en la calle, y las vecinas… Bueno, las vecinas siguen bajando a criticar, que esa costumbre no se pierde y da mucha vidilla.

Las vivencias de mi infancia, probablemente, no están muy alejadas en lo importante de las de la infancia de cualquier otra persona de barrio. Tal vez Triana tenga un añadido de tradicionalismo. Tal vez. Pero el tiempo pasa, la última década ha barrido más anclajes que muchos siglos atrás, y la gente se enfrenta a ello de dos maneras antagónicas: están, por un lado, los que reclaman las tradiciones como una garantía de la permanencia de los valores sociales; y, por el otro, los que se empeñan en avanzar desechando cualquier tiempo pasado mejor o peor, y centrándose en descubrir y relamer el atractivo de los nuevos usos sociales. Yo, y supongo que la mayoría de las personas “centradas” tampoco, nunca comprendí demasiado el afán por defender una u otra idea como contrarias, y siempre me decanté a pensar en que la lógica, el pragmatismo y un punto de romanticismo acaban por enjuiciar estos términos hasta colocarlos en su justa medida. Ésta “justa medida” es la que lleva a muchos a añorar el vinilo, y a casi ninguno a acordarse del casete.

El exceso de anclajes nos lleva en demasiadas ocasiones a sobrevalorar “lo de siempre”. Sevilla es un gran ejemplo de ello, preocupada por no perder en cada paso un poco de esa supuesta esencia inalterable e irrecuperable. Pero, del mismo modo, la tendencia a olvidar, minimizar o ningunear los valores positivos de ciertas viejas costumbres es igualmente contraproducente y doblemente estúpida.. Por ello, siempre defenderé la calle frente a la casa, la terraza frente al bar, el mail y el movil frente a la carta y la incertidumbre, las macetas frente a las flores cortadas, los tatuajes de pega frente a los piercing prematuros, la justa medida frente a la falsa velocidad. Porque el camino es dificil y largo, y bueno será el arbol o la sombrilla, mientras encuentres debajo un poco de sombra...

lunes, 20 de julio de 2009

La premisa

Si tuviéramos la oportunidad de volver a encender el televisor por primera vez y, lo que es más importante, si pudiéramos crear la televisión de nuevo, desde el principio, como si nada de lo que ha pasado hasta ahora hubiera pasado, qué no haríamos. Esa es la premisa. Una premisa que volvió a mi cabeza el sábado pasado, cuando mientras me arreglaba para la segunda borrachera del fin de semana escuchaba a lo lejos cómo Jordi y sus amigos celebraban el programa número 100 de 'La Noria' con una entrevista a Juliancito Contreras, hijo de Carmen Ordoñez, como celebración, a su vez, del quinto aniversario de la muerte de la divina en una bañera. Efemérides, morbo y baboso peloteo por un tubo, vamos.

El caso es que la premisa me viene dando vueltas por la cabeza desde hace bastante tiempo, desde que he aceptado que la dirección televisiva, hacia la que estaba dirigiendo mi futuro profesional casi inconscientemente, viene encontrándose desde el principio con un enorme problema: no hay casi nada en la oferta de la televisión que pueda motivarme, que pueda hacerme sentir útil o, al menos, que no sea perjudicial para la sociedad. Porque resulta que los grandes baluartes televisivos han convertido lo que podría haber sido una ventana constructiva en una sucesión de productos facilones, morbosos y, en demasiadas ocasiones, agresivos, que poco o nada tienen que ver conmigo o con lo que yo espero de mi profesión. Y para muestra, tres botones:

La Noria. Más allá de lo obvio, del despellejamiento rosa y el maniqueo debate político con periodistas dispuestos a todo por un buen cheque, lo que me repugna de este programa es que en un mismo recipiente se atrevan a mezclar sin miramientos el drama con lo burdo, lo importante con lo intrascendente, lo sucio con lo sagrado, y que el tono sea en todos los casos amarillo y grotesco. Todas las apariciones de Violeta Santander, previo pago y en fascículos, fueron de los ejemplos más bochornosos.

El diario de Patricia (sin Patricia). Vamos a coger a cualquier desgraciado, a cualquier pobre inculto, a cualquier desesperado, y tras un lavado de cerebro, vamos a mostrar sus desdichas para reirnos o para compadecernos, que eso da mucha audiencia y sale baratito. Y además, nunca está de más ver cómo los demás son más infelices que nosotros.

Sálvame (o cualquiera del palo). Lo que me molesta de la prensa del corazón no es realmente el disfraz de verdad, profesionalidad e interes público que venden cada día y a todas horas. Lo que me molesta es que se han insertado en los cimientos sociales hasta convertirse en unos peligrosos educadores de masas que empiezan a aspirar a formar parte de ese teatro de la pequeña pantalla en el que todo vale, y para el que cualquier trueque de vísceras es válido por uno o dos minutos de fama de mentira.

La crítica no va dirigida hacia los trabajadores de estos y otros programas abundantes y similares, que en la mayoría de los casos trabajan donde pueden y como pueden. La crítica es a todas las generaciones de programadores, productores, comunicadores, empresarios y, sobre todo, espectadores, que han ido desechando una a una preciosas oportunidades de convertir la televisión en una ventana útil, ambiciosa y divertida, en un medio más de llegar a los lugares a los que no podemos llegar.

Pero no. Probablemente ya no haya nada que hacer, el "qué no haríamos" de la premisa inicial es ya casi una utopía y sólo queda resignarse a algunas migajas de pan. Duro, claro. Y, por mi parte, a encontrar una nueva dirección mientras me conformo con esperar una llamada que me haga formar parte de algo de todo aquello. Qué remedio. Qué coraje.

viernes, 10 de julio de 2009

Sangre pixelada

Al despertar esta mañana he leído en el periódico que un toro ha matado a uno de los corredores en el cuarto encierro de Sanfermines. En portada, la cara y el cuello ensangrentado del fallecido, que murió poco después de ser operado. Pincho en la noticia, y visualizo el video completo del encierro, que viene a durar casi cinco minutos. Entre las carreras, los atropellos y algunos sustos más divertidos que impactantes, no logro encontrar el momento de la mortal cornada. Leo un poco más la noticia, y descubro que el fatal momento se produjo al comienzo de la carrera. Vuelvo a visualizar el video. Nada. Encuentro uno de los encontronazos entre un toro y varios mozos, y sospecho que en ese momento debió tener lugar el dramático suceso. Pero ni una imagen nítida de lo sucedido.

Un par de horas más tardes, algún videoaficionado ha prestado su grabación de la mañana al mismo periódico para que todos podamos disfrutar del preciso instante en el que el toro impacta contra el cuello del joven. Efectivamente, tenía razón, se trataba de ese encontronazo del que yo hablaba. El periódico nos repite un par de veces y a cámara lenta el impacto, que queda convenientemente elsalzado con los gritos de los allí presentes. Eso sí, pixela el rostro del fallecido. Y gracias. Tenía 27 años. Igual que yo.

Creo que tengo un criterio profesional considerable, y unos valores éticos bastante consistentes que, además, trato de implementar en una profesión – la periodística – necesitada de un profundo debate interno profesional e ideológico. Con ello, trato de ser también un espectador responsable ante una oferta mediática facilona, agresora y dificilmente asimilable. Pero hoy no critico al medio que expone la carne sangrienta y pixelada. No critico al aficionado veloz por colocarse la medalla de un falaz minuto de gloria. Hoy me descubro escupiendo mis decencias, dejándome llevar por la morbosa inercia de unos ojos y unas tripas acostumbradas, y tiemblo. Tiemblo por imaginar en qué nos estamos convirtiendo.

Os dejo la fotografía que, con total seguridad y por desgracia, más ojos querrán observar (porque no existe, aún, la del impacto del toro. Claro).
[FUENTE: ELPAIS.COM]

miércoles, 8 de julio de 2009

Matar al niño

Nace un niño pequeño. Nace como todos: desnudo, frágil, virgen como una hoja en blanco. Nace sin que nadie le haya pedido permiso, y sin poder elegir dónde, ni cómo ni junto a quién. Se abre camino llevado por el instinto básico de la supervivencia sin buscar nada más que el aire y la luz.

Crece. Le alimentan y crece. Le hablan y crece. Le protegen, y crece. Le cuentan cómo son las cosas, y crece. Le dicen qué está bien, y qué está mal. Y crece. Crece y descubre los miedos, el hambre, la alegría, la oscuridad y el tiempo. Crece y va matando a aquel niño que nació pequeño y virgen como una hoja en blanco.

Muerto el niño, toca y decide. Decide si es de los que observan, o de los que son observados. Decide si temer o romper. Decide qué es, qué será y quiénes le acompañaran cuando se equivoque. Decide ser bombilla, lucero o estrella. Decide hasta que se da cuenta de que son todos los demás quienes deciden por él, y decide crecer un poquito más, y matar también al niño un poquito más.

Quien fuera una vez un niño abre los ojos. Abre los ojos, y ve. Ve que no pasó nada entre la desnudez y la vergüenza. Ve el tiempo quemado en las plantas de sus pies, y ve cómo sus propias cenizas son llevadas por el viento en el camino recorrido. Abre los ojos y llora. Y crece matándose un poco más.

Y decide volar.

El niño muerto aprende a volar. Porque no es lo mismo decidir que aprender, y lo segundo va después de lo primero. Vuela por encima de sus cenizas, por encima de la estrella que decidió ser. Vuela por encima de las razones que le quitaron, de mil millones de hojas en blanco que él no piensa ensuciar. Vuela y ya no ve su sombra. Y se ve a sí mismo volando sobre sí mismo. Y muere. Muere para que su peso le permita poder volar más alto.

Entonces ve, ahora sí, ve. Ve que sólo es un niño pequeño y desnudo. Y que los dos párrafos anteriores sólo han pasado, si pasan, si no para de matarse y nacer, matarse y nacer, una y otra vez. Una y otra vez.

jueves, 2 de julio de 2009

Decidir vivir

Martín Romaña, el maravilloso y exagerado alter ego de Alfredo Bryce Echenique y protagonista de sus también maravillosas novelas La vida exagerada de Martín Romaña y El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, desarrolla en un momento determinado de la primera obra una teoría, cuyos principios desencadenantes no podría explicar y que él resume en una frase, que inmediatamente adopté para mí y para siempre. Ésta dice “los enormes deseos de vivir esconden infinitas posibilidades de sorpresa”. Una ecuación genial, imposible y exagerada que me da un empujoncito cada vez que, una o dos veces al día, decido decidir vivir. Sin exagerar, y sin aceptar que decidir vivir sea aquello de despertar, respirar, comer, caminar y dejarse llevar por la tramposa inercia del trabajar-que-el-trabajo-dignifica-y-del-aire-no-se-alimenta-nadie.

Sigo tirando de citas y de casuística. Mi madre me cuenta que hace muchos años, recién casada, joven y enamorada, empleaba todo el día para colocar un poto – por si no lo sabe alguien, es un tipo de maceta – en el rincón más apropiado de la casa. Un acto sencillo, cotidiano e intrascendente al que dedicaba toda su atención y toda su ilusión. Eso es decidir vivir. Porque el ser humano que no consigue encontrar la felicidad tiene, normalmente, un problema de base: hemos aprendido que para ser felices tenemos que elevar las miras, complicar los objetivos hasta casi imposibilizarlos, “pintar de especial” todos y cada uno de los actos para sentirnos únicos e inmortales. Pero las grandes obras no son aquellas que se elevan, o tratan de elevarse, por sí mismas hasta el cielo. Las grandes obras son, o deberían ser, las que te elevan A TI. A mi madre, repito, recién casada, joven y enamorada, decidir sin prisa, sin trascendencia y con enorme ilusión dónde colocar el poto le suponía decidir vivir. Sin exagerar.

Abrumado por lo inexplicable de algunos hechos sucedidos en estos días, desconcertado por la exquisita crueldad de los dramas cotidianos, decido decidir vivir tres o cuatro veces al día. Porque de qué vale lamentarse de las horas perdidas, de qué vale lanzar puñetazos al cielo, si al final de los días nos damos cuenta de que lo único que dejamos atrás es un mar de proyectos perdidos.

viernes, 26 de junio de 2009

Morir de hacerse hombre

Ayer por la noche, cuando me enteré de que Michael Jackson había muerto, recordé, casi instantáneamente, a mi hermano mayor. Le recordé en una de esas eternas tardes de verano que pasábamos en el salón de nuestra casa escuchando el único cedé que teníamos en cuya portada no aparecían volantes, lunares o claveles: History. Past, present and future. La carátula de aquel disco descansó cada tarde y durante años sobre un enorme equipo de música que, por tener, hasta tenía una puerta de cristal cuyo sentido nunca alcancé comprender. Recuerdo perfectamente la fotografía principal de aquel disco, con una escultura grisácea del cantante bajo un cielo rojizo que evidenciaba su megalomanía, y aquellos cedés con un tono dorado que les daba el aspecto de contener algo completamente superior a cualquier otra cosa que pudieras escuchar. Tal vez así era. El caso es que fue un recuerdo aparentemente sin más motivado por alguien que sin estar con nosotros aquellas tardes, estaba. Anoche, el primer sentimiento de pesar que tuve hacia la muerte del Rey del Pop tuvo más que ver con una añoranza íntima y personal que con la pérdida de un ser irrepetible.

A pesar de lo que puedan decir en mi contra todos los testimonios acerca de mi fervor juradista, – de Rocío – nunca he destacado por ser demasiado idólatra. Me aburren, en general, las historias paralelas de aquellos llamados a ser ídolos, y aspiro a guardarme sólo aquello que no tiene que ver con su persona, sino con lo que es capaz de ofrecer al mundo. Por ello, es curioso cómo un hecho absolutamente ajeno a mí puede transportarme de esa manera a momentos pasados que tanto valor emotivo tienen en el imaginario de tu memoria. Supongo que la idolatría tiene más que ver con la adoración de un modelo, con la aspiración de una persona a tener algo que ver con otra a la que considera digna de admiración, imitación y reconocimiento. En mi caso, más que adorarlo, lo que me sucede es que el modelo me empuja a revivir momentos importantes de mi vida. Rocío Jurado siempre me recordará a mi madre. Michael Jackson, salvando todas las distancias del mundo, siempre sonará en los recuerdos de aquellas tardes de verano.

Peter Pan no quiso crecer. Decidió que ser niño era un fin, el mejor fin, y nunca un medio. Michael Jackson tampoco quiso crecer... ¿Y quién quiso? Cuando el Rey del Pop publicó uno de los discos más influyentes de la historia de la música, Thriller, yo apenas llevaba un año en el mundo. Aún no tenía deseos, ni conciencia de mis sueños. Aún no había conocido el lado amargo de vivir, ni me había decepcionado al descubrir que cuanto más se alejaban mis hombros de mis pies más complejos eran los caminos que daban a la felicidad. Nadie quiere crecer. Nadie quiere perder la inocencia, o la capacidad de la continua sorpresa. Pero crecemos, y ser niño es sólo un medio. Michael Jackson no lo comprendió jamás – algo comprensible, teniendo en cuenta que nadie le permitió jamás ser un niño cuando le correspondía serlo –, y puede ser que esa misma debilidad le hiciera tan lejano a todos los que, sin idolatrarle, envidiamos en secreto su lucha, aquella que perdió antes de comenzar.
Sea como fuera, muriera un hombre que no aceptó que ya no era un niño; muriera un niño de tanto hacerse hombre, gracias a lo que fue capaz de hacer siempre tendré una tarde de verano que recordar. Gracias, y descanse en paz.

jueves, 25 de junio de 2009

...relatando...

Sobre una sábana bajera, bajo la luz amarillenta de una bombilla.

- Mi abuelo era una de esas personas que con dos frases hechas, las de cada reunión familiar, sentenciaba toda una ideología. Y había algo que decía… Decía: Cuando un hombre tiene los bolsillos llenos, entra en un bar erguido, seguro y firme, se sienta en la barra y le dice al camarero casi como una exigencia: “Ponme una cerveza”. Pero cuando un hombre tiene los bolsillos vacíos, entra en el bar inseguro, casi escondido en sí mismo, se sienta en una esquina de la barra y a media voz, casi avergonzado, pregunta con una voz muy pequeñita: “¿me podrías poner una cervecita?”.


De aquella sonrisa, donde aún se dejan ver los últimos restos de carmín, se escapa una columna de humo que se mezcla con la luz de la bombilla. El humo asciende sibilino como la cobra del encantador de serpientes, dejando atrás aquella sábana bajera, aquella bombilla barata, y escapándose a través del conducto de la ventilación para dejar aquellos cuerpos en merecida intimidad. Asciende sobre el neón, sobre las tejas, sobre los gemidos, asciende sobre las intenciones ocultas, la vergüenza, los contratos y los deseos, y en su ascenso escribe sobre el lienzo del cielo la historia de unas palabras que se escaparon de entre los dientes de un enamorado sin nombre.


- ¿Por qué me cuentas eso?

- No sé, me ha venido a la cabeza. Supongo que ahora mismo siento que me has llenado los bolsillos.

martes, 23 de junio de 2009

Ser de izquierdas

Zapatero ha mirado a su izquierda. El presidente del Gobierno, consciente de su soledad parlamentaria y del adormecimiento de sus bases, ha pactado con IU-ICV una serie de medidas fiscales que, entre otras cosas, subirán los impuestos a los más ricos y modificarán o prescindirán de estrellas electorales como el cheque-bebé o los famosos 400 euros. Hasta ahora, el ejecutivo socialista ha vendido que bajar impuestos era de izquierdas. Ahora, parece, cambia por necesidad el discurso para – por fin – aceptar que lo que es de izquierdas, entre otras cosas, es gestionar las políticas fiscales en busca de la justa proporción y redistribución de las riquezas. Es decir, si tienes más, pagas más. Si no tienes ni para pagar el pan, te dejamos respirar un poco...
Si le sumas a esto las políticas sociales que en los último cinco años ha ido aprobando el Gobierno de ZP, puedo hacer un somero cálculo ideológico y permitirme – que para eso éste es mi espacio – aprobar con un suficiente alto su gestión en cuanto a lo de ser de izquierdas, que es el tema de hoy. Porque... la ley del matrimonio homosexual, la ley de igualdad de género, la ley anti-tabaco, la ley de dependencia, la ley del aborto, etc... son leyes de izquierdas, ¿verdad...? Sinceramente, me da la sensación de que si Karl Marx levanta la cabeza y me ve paseando por Gran Vía de la mano con mi chico y nuestro hijo se le cae la barba mientras se mete corriendo de nuevo al ataúd. ¿Y entonces?

Los planteamientos teóricos de la izquierda se han modificado a lo largo de los años para adaptarse a los nuevos tiempos, de modo que mientras que la derecha ha apostado por la conservación de algunos de los valores tradicionales como símbolo de su estabilidad – la Iglesia, la unidad nacional, la Familia –, la izquierda se ha actualizado incluyendo de manera muy inteligente los más variados preceptos en su ideario. Con esto, el tradicional y anticuado enfrentamiento entre Izquierda versus Derecha ha dado paso a un más complejo enfrentamiento entre Progresismo versus Liberalismo/Conservadurismo. Entonces, ¿ser de izquierdas es creer en la lucha de clases y en una hipotética justicia social y económica, o también incluye estar en contra de la energía nuclear, creer en el ecologismo y en el sexo libre, llevar un pañuelo palestino y escuchar a Joaquín Sabina fumando marihuana? Pues parece que ser de izquierdas es, efectivamente, algo parecido a eso. Y seguramente también algo totalmente distinto.

Yo soy de izquierdas, y por ahora siempre he votado al PSOE. A estas alturas es inútil esconderlo. ¿Dónde está mi contradicción? Tal vez en que mientras que el voto es un acto objetivo, periódico y pragmático, la ideología es cambiante, subjetiva y, permítaseme, “impepinable”. Con esto quiero decir que yo, chico de izquierdas, cada cuatro años voto al Partido Socialista no porque su ideología sea exactamente la mía, ni porque termine de creer en la honestidad política de Zapatero; lo hago porque creo que política es el más pragmático de los caminos para avanzar hacia el mundo en el que queremos vivir, y lo limitado del sistema democrático me obliga a elegir entre un pequeño puñado de opciones.

Perdonen un poco de demagogia para terminar de explicarme: Cristiano Ronaldo ha cobrado una burrada de millones por irse al Real Madrid, que ha pagado su fichaje pidiendo un crédito a uno de esos bancos que ya no dan créditos. Un hombre ha confesado que asesinó y descuartizó a su mujer, a la que su familia lleva meses buscando desesperada. La televisión vende basura. Un famoso pez gordo, que maneja los hilos de no sé qué organización económica internacional, considera que el mercado de trabajo español, caracterizado por contratos basura – cuando te contratan – y sueldos abusivos, aún no es lo suficientemente flexible. Seguramente ese señor hace mucho tiempo que no cuenta los días que quedan para final de mes... Soy de izquierdas no sólo porque creo que es la mejor manera de enfrentarse a un mundo como éste, sino porque siguiendo la tradición de esta ideología me permito la licencia de adoptar el siguiente precepto: ser de izquierdas es querer un mundo mejor, más justo, un mundo que agote las utopías, que no pare de sorprenderse por lo que es capaz de ser y que, desde luego, nos permita a todos ser capaces de ser “aquello que soñamos de nosotros mismos”. Y esa sigue siendo la lucha.

miércoles, 17 de junio de 2009

LA MOSCA DE OBAMA

“Barack Obama ha matado a una mosca. El Presidente del Gobierno de los Estados Unidos, el líder del mundo libre y civilizado, la gran esperanza blanca de piel marrón clarito ha asesinado en directo a un pobre animalito indefenso que sólo buscaba el protagonismo al que ya estaba acostumbrado. Durante una entrevista en la Casa Blanca, el presidente se ha cargado a la famosa mosca de la tele de un solo golpe, y el cadáver se ha exhibido en todos los medios de comunicación como en su día se exhibió el del difunto Sadam Hussein. Se cree que el pobre insecto no debía estar muy atento a la actualidad, y no debió reconocer en aquel simpático señor de corbata azul cielo al hombre más poderoso del mundo. Tan poderoso que ni sus cien mil ojos, sus alas y su velocidad le libraron del manotazo. Ni del posterior regocijo público y generalizado, porque además el presidente presumió ante todos de su hazaña. En su favor, hemos de reconocer que la mosca le provocó, y que el carismático Presidente le ordenó que desapareciera de allí. Pero eso a nosotros no nos parece suficiente, y por ello nos preguntamos: ¿Qué opinan los grupos ecologistas y los progres entusiastas del presidente de éste hecho? ¿Sabe Obama realmente lo importante que pueden llegar a ser las moscas? ¿Sabe que si se dedica a matar a manotazos a estos discretos bichitos los pobres pajarillos se quedarían sin comida? ¿Es que no ha oído hablar del ciclo de la vida? ¿No ha visto Obama 'El rey león'? Un responsable político de la importancia del Presidente de los Estados Unidos debería ser consciente de...”

Salvemos un poco las distancias, pero no sería extraño encontrar una noticia parecida a ésta – más o menos, que me he pasado un poquito – en algunos de los medios de comunicación que estamos acostumbrados a ver, escuchar o leer cada día. La noticia en sí es cierta, es decir: Obama ha matado a una mosca durante la grabación de una entrevista en la Casa Blanca. Lo que me he tomado la libertad de interpretar con más o menos acierto es el estilo amarillo, demagógico y facilón que estamos empezando a acostumbrarnos a ver en los medios. Empieza a dar igual qué es lo que ha pasado; lo que importa realmente es cómo lo contamos para que lo que ha pasado sirva a los intereses de lo que representamos, ya sea un grupo de presión, un partido político o las asociaciones de vecinos de Los Bermejales. O, al menos, para que el estimado espectador no apriete el dichoso botón para cambiar de canal.

Barack Obama ha matado a una mosca. Sí. Y lo ha hecho en el mismo momento en el que su nombre suena para liderar una de esas numerosas listas al hombre más elegante del mundo. Y el mismo día en el que ha presentado un plan de supervisión financiera que pretende dotar al gobierno norteamericano de un mayor poder para controlar los mercados. Y lo ha hecho poco después de pronunciar un esperanzador discurso en busca de la pacificación de Oriente Próximo y el acercamiento de Occidente con el mundo musulmán. Todo esto sin perder la sonrisa, sin perder ese aura de estrella de Hollywood que nadie tuvo desde JFK y que a mí me fascina.

He de reconocer que más allá de lo que represente ideológicamente, Obama me parece un personaje con un talento comunicativo sin precedentes. He visto la escena del asesinato de la mosca con la boca abierta en una enorme sonrisa y con los ojos clavados en señal de admiración por la capacidad del presidente de desenvolverse ante las cámaras con una simpatía y una naturalidad arrolladoras. Es lo que echo de menos en el resto de los responsables políticos: esa habilidad para aparentar que sus movimientos no están milimétricamente planeados. Obama ha matado a la mosca como la hubiera matado yo, como si en vez de interrumpir la entrevista hubiera interrumpido la charla de mi amigo Ale sobre el último capítulo de 'Física o Química' mientras tomábamos el sol en la piscina. Y así conversa con los medios, con los líderes mundiales o con esa niña a la que firmó la autorización para faltar a clase.

Y luego, tras el cadáver del insecto, han puesto una noticia sobre el Parlamento español. Sobre cosas serias, con políticos en serio y sin una triste mosca que matar en ninguno de sus escaños... Y qué lástima de poca naturalidad.

El pan duro

He de reconocer que, a pesar de que a veces no puedo evitar presumir de ello como si fuera una virtud, mi vocación profesional no siempre estuvo ligada al Periodismo o a los medios de Comunicación. Extrañamente, teniendo en cuenta que siempre fui un negado para las ciencias, cuando era pequeño quería ser biólogo. Esto se debe en gran parte a la admiración - y cierta fijación filial - que sentía por el hermano pequeño de mi madre, a quien yo quería y creía parecerme. El antojo se me pasó cuando mi tío me enseñó uno de sus exámenes de Biología, y pude comprobar que aquel enorme montón de apuntes poco tenían que ver con convertirme en el experto en flores, bosques y pajaritos que yo ansiaba ser. No tengo muy claro cuánto tiempo pasó desde aquella pequeña frustración hasta que realmente fui consciente de que todo lo que yo quería ser en la vida, profesionalmente hablando, tenía que ver con la posibilidad de ser un medio para comunicar lo que, de una manera u otra, estaba sucediendo en el [mi] mundo.

Puestos a reconocer, por otro lado, reconozco también que mi afición por la escritura fue tardía y debida más a un complejo de reconocimiento social que a un interés personal o profesional. Rondaba yo los trece o catorce años cuando cayó en mis manos un videojuego para PC llamado 'Veil of Darkness' que me ventilé con una extraña pasión que poco tenía que ver alguien a quien los videojuegos nunca habían interesado especialmente. Recuerdo que trataba de un piloto que se estrellaba en un pueblo gobernado por un vampiro que había convertido el lugar en un pozo infecto de hombres lobos y extrañas criaturas de esas que te hacen cruzar de calle. Al parecer, el piloto era, según una antigua profecía, 'el elegido' para derrotar al terrateniente chupasangre. En fin, un rollo que al cándido adolescente que yo estaba a punto de ser fascinó hasta el punto de que decidí invertir el proceso para convertir aquellas imágenes en texto: concretamente, en un cuento de terror. De lo que realmente no fui consciente hasta mucho tiempo después es de que aquello no era más que un intento de hacerme un hueco entre el grupo de amigos de mi hermano mayor, al que yo aspiraba a pertenecer. ¿Y cómo lo hice? Convirtiéndoles a todos en los protagonistas de mi cuento. El absurdo era pensar que poniéndoles los nombres de los miembros del grupo al piloto, al leñador, a la mujer vampiro, al viejo hostelero con oscuros secretos... les daría una pista de cuán importante era para mí su atención y reconocimiento. Todo esto se quedó con el paso del tiempo en una anécdota que ninguno de ellos recordará y que yo conservaba casi en secreto. Pero aquel absurdo cuento del que hace siglos que no he vuelto a saber nada despertó un deseo que, por desgracia, nunca como entonces estuvo tan encendido: el deseo de contar historias.

Es curioso observar cómo la necesidad de ser reconocido, aceptado e, incluso, admirado, puede ser al mismo tiempo la chispa que encienda el motor que te impulse a hacer lo que siempre has querido hacer, y el lastre que te impide hacerlo. Pudiera parecer incluso un acto de generosidad el ofrecer mis primeras letras a aquellos chicos sólo por el beneficio de su atención, por un carné para su club; pero, realmente, semejante ofrecimiento sólo podría tener sentido como un acto desinteresado. Quiero decir, cualquier creación sólo debiera ser entregada como regalo a cambio única y exclusivamente del honor de ser recibida. Por lo tanto, aquella entrega fue un sumisa e inocente bajada de pantalones que pocas veces he podido evitar dejar de repetir.

Ser periodista, escribir, contar historias... Supongo que cada uno encuentra su excusa en la vida para ser reconocido, para ser incluido en su propio club social. La excusa que yo he escogido es tan extraordinaria o tan vulgar como cualquier otra. Tal vez el secreto para mí, para desmitificar la excusa, esté en desgranar toda esa importancia que he ido metiendo en el saco a lo largo de los años, desde aquel pequeño cuento de terror, y repartirla por el camino recorrido como el pan duro que le dejas a esos pájaros de mis apuntes de biología cuando ya no te puedes alimentar de él, cuando lo único que puedes permitirte es regalarte a ti mismo la posibilidad de cumplir aquel absurdo y maravilloso deseo.

martes, 16 de junio de 2009

Hace tiempo escribí esto:



"No soy bueno haciendo nada. Al menos, no especialmente bueno. En el colegio siempre estuve en la media de los mediocres, nunca fui un gran estudiante ni un gran rebelde, y no creo que ninguno de los profesores se acuerde de mí. Odio las matemáticas como ellas me odian a mí, y, aunque me gusta la Historia, nunca fui capaz de enterarme de qué demonios pasa entre Israel y Palestina, porque tengo una pésima memoria. No sé cocinar, ni entiendo nada de informática. Soy incapaz de instalarme el Emule con sus dichosos servidores, y todo lo más que controlo es el Word y el Messenger. Como demasiada carne porque no sé preparar el pescado, y he comprado lentejas en lata... Nunca he hecho deporte, y no porque no lo haya intentado. Soy torpe con las manos y torpe con los pies, siempre me duele la espalda y no aguanto más de diez metros en carrera continua. Aguanté dos días en natación, y tres en el gimnasio. No soy especialmente guapo, ni especialmente fuerte, no soy especialmente bueno en la cama, ni estoy especialmente dotado. Nunca me han pedido que me quede en ninguno de los trabajos donde hice prácticas, y nadie volvió a llamarme. No soy demasiado atrevido, ni sé bailar muy bien. No sé cantar, ni pintar, ni hacer buenas fotografías, ni tengo ninguna habilidad artística destacable. Nunca gané ningún concurso, ni quedé finalista de nada. Podría decir que soy un mediocre, pero hay un "pero"... Hace tiempo alguien me llamó "poeta".

Escribir. Eso es lo que podría decir que hago especialmente bien. Pero no escribo más que algunos fragmentos que se me escapan en este espacio... El otro día, sin motivo alguno, descubrí por qué. No soportaría abrir los ojos y ver que mi única habilidad no es más que una ilusión, que no hago nada especialmente bien, por eso prefiero esconderlo antes que aceptar la completa derrota."



Hoy, mirando atrás, creo que podría volver a firmar en su práctica totalidad un texto como aquel. Por eso, hoy, pierdo de nuevo la cuenta y reniego de mí para, con dedos temblones, comenzar una nueva batalla...