
Si tuviéramos la oportunidad de volver a encender el televisor por primera vez y, lo que es más importante, si pudiéramos crear la televisión de nuevo, desde el principio, como si nada de lo que ha pasado hasta ahora hubiera pasado,
qué no haríamos. Esa es la premisa. Una premisa que volvió a mi cabeza el sábado pasado, cuando mientras me arreglaba para la segunda borrachera del fin de semana escuchaba a lo lejos cómo
Jordi y sus amigos celebraban el programa número 100 de 'La Noria' con una entrevista a
Juliancito Contreras, hijo de Carmen Ordoñez, como celebración, a su vez, del quinto aniversario de la muerte de
la divina en una bañera. Efemérides, morbo y baboso peloteo por un tubo, vamos.
El caso es que la premisa me viene dando vueltas por la cabeza desde hace bastante tiempo, desde que he aceptado que la dirección televisiva, hacia la que estaba dirigiendo mi futuro profesional casi inconscientemente, viene encontrándose desde el principio con un enorme problema: no hay casi nada en la oferta de la televisión que pueda motivarme, que pueda hacerme sentir útil o, al menos, que no sea perjudicial para la sociedad. Porque resulta que los grandes baluartes televisivos han convertido lo que podría haber sido una ventana constructiva en una sucesión de productos facilones, morbosos y, en demasiadas ocasiones, agresivos, que poco o nada tienen que ver conmigo o con lo que yo espero de mi profesión. Y para muestra, tres botones:
La Noria. Más allá de lo obvio, del despellejamiento rosa y el maniqueo debate político con periodistas dispuestos a todo por un buen cheque, lo que me repugna de este programa es que en un mismo
recipiente se atrevan a mezclar sin miramientos el drama con lo burdo, lo importante con lo intrascendente, lo sucio con lo sagrado, y que el tono sea en todos los casos amarillo y grotesco. Todas las apariciones de Violeta Santander, previo pago y en fascículos, fueron de los ejemplos más bochornosos.
El diario de Patricia (sin Patricia). Vamos a coger a cualquier desgraciado, a cualquier pobre inculto, a cualquier desesperado, y tras un lavado de cerebro, vamos a mostrar sus desdichas para reirnos o para compadecernos, que eso da mucha audiencia y sale baratito. Y además, nunca está de más ver cómo los demás son más infelices que nosotros.
Sálvame (o cualquiera del palo). Lo que me molesta de la prensa del corazón no es realmente el disfraz de verdad, profesionalidad e interes público que venden cada día y a todas horas. Lo que me molesta es que se han insertado en los cimientos sociales hasta convertirse en unos peligrosos educadores de masas que empiezan a aspirar a formar parte de ese teatro de la pequeña pantalla en el que todo vale, y para el que cualquier trueque de vísceras es válido por uno o dos minutos de fama
de mentira.
La crítica no va dirigida hacia los trabajadores de estos y otros programas abundantes y similares, que en la mayoría de los casos trabajan donde pueden y como pueden. La crítica es a todas las generaciones de programadores, productores, comunicadores, empresarios y, sobre todo, espectadores, que han ido desechando una a una preciosas oportunidades de convertir la televisión en una ventana útil, ambiciosa y divertida, en un medio más de llegar a los lugares a los que no podemos llegar.
Pero no. Probablemente ya no haya nada que hacer, el "
qué no haríamos" de la premisa inicial es ya casi una utopía y sólo queda resignarse a algunas migajas de pan. Duro, claro. Y, por mi parte, a encontrar una nueva dirección mientras me conformo con esperar una llamada que me haga formar parte de algo de todo aquello. Qué remedio. Qué coraje.