lunes, 31 de octubre de 2011

DE ESOS DOCUMENTOS QUE ENCUENTRAS, ABRES POR CASUALIDAD Y NI RECUERDAS QUE EXISTÍAN, NI RECUERDAS CUÁNDO ESCRIBISTE ESO QUE JAMÁS TERMINASTE. NI TERMINARÁS...


Es mi desgracia personal. Una de ellas, al menos. La última vez que besé bien a una chica fue, precisamente, la primera vez que una chica me comentó lo bien que besaba. Y desde entonces, nunca más. Ni que decir tiene que la muy cuestionable cuestión del “bienbesar” pone en evidencia desde el principio que nada de lo que voy a contar a continuación tiene el más mínimo sentido si no se contempla desde los dudosos ojos de un muy dudoso narrador; que, además, ese mismo narrador - yo mismo - fue el que se encargó de certificar que antes de aquella afirmación – la de lo bien que besaba – besaba estupendamente; y que, a posteriori y como consecuencia de la misma, había dejado de hacerlo bien para siempre. Vamos, subjetividad pura y dura.

Aclarado esto, debo aclarar también que aquel famoso beso no fue, ni mucho menos, el primero. El primer beso lo recuerdo a la perfección, tal vez porque a la perfección – una vergonzante perfección, no obstante – fue diseñado, planeado, ejecutado y, durante el resto de los tres años que pasaron hasta el siguiente beso, convenientemente fanfarroneado ante mi grupo de amigos, todos ellos “vírgenes” en ese y en todos los demás sentidos. Si dijera que fue fácil, mentiría; si dijera que me gustó, mentiría; si dijera que fui realmente consciente del ridículo que hacía manteniendo postrada a aquella niña de doce años – yo tenía once – en un oscuro callejón esperando a que me atreviera, de una vez, a besarla, tras dos o tres horas de ensayos y pruebas no superadas, validaría con la mayor las dos mentiras anteriores. Eso sí, con el paso de los años la chica que tuvo el dudoso honor de esperar en aquel oscuro callejón fue debidamente embellecida por mis fanfarronerías ayudada, en parte, por el olvido; en parte, también, por las ganas de olvidar. Nunca volví a ver a aquella chica. Su padre la castigó por las malas notas días después del callejón, y decidió encerrarse eternamente en casa estudiar. O, al menos, eso me dijo. El caso es que la última vez que besé bien a una chica, bastantes años después de aquel callejón, también aquel beso había sido perfectamente diseñado y planeado, aunque esta vez por exigencias del guión. Y todo por culpa de la invisibilidad.

Durante los ocho años que me había pasado en el colegio no protagonicé ningún acto voluntario o involuntario con el que acaparase la atención - ni total ni parcial - de mis compañeros en ni uno solo de los treinta minutos de recreo. Ni una sola pelea, ni vencida ni perdida, ni un gol en el último minuto, ni un punto de sutura, ni siquiera unas notas lo suficientemente bajas. La invisibilidad de mi paso por la EGB sólo podría ser comparada con el rechazo generalizado que supuso mi paso por el BUP. Y aunque cualquier inseguro profesional sabe que "rechazo nunca vence a invisibilidad" – más vale ser visto por quien sea, aunque sólo sea para que quiensea te lance una pedrada, que formar parte de la masa trasparente nunca siquiera apedreada – éste siempre acaba por multiplicar sus posteriores consecuencias. Y mi oportunidad, mi gran oportunidad para ser recordado, vendería todas sus papeletas en la fiesta de fin de curso, el último día, antes de la última despedida.

(Sin fecha. Sin concluir. Sin corregir.)


A SABER QUÉ HISTORIA QUEDARÍA ENTONCES COMO UNA MÁS JAMÁS CONTADA.